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Bueno, he crecido a lo alto y a lo ancho, pero sigo siendo igual de ingenua y por tanto, sigo creyéndome algunos de los cuentos que leí en mi infancia.
Pero sólo algunos, sólo los que egoístamente me interesan, sólo los que me ayudan a creer en que la magia, la justicia y la divina providencia existen, y si no… los adapto a mi manera.
Por eso sigo creyendo en esos cuentos en que los sapos eran verdes o marrones, y cuando alguien los besaba, se convertían en un apuesto, fantástico e increíble príncipe azul que además, vivía en un majestuoso y lujoso castillo, rodeado de centenares de siervos que le adoraban, sólo que… acojonada ante tanta maravilla y perfección, que ya me superaban incluso en mi tierna infancia (imagino que también influenciada por los adoctrinamientos acerca de la humildad con que me aleccionaban las monjas religiosas de la escuela donde estudiaba), creí que lo mejor que podía hacer para no correr el peligro de vivir una vida de ensueño carente de emociones junto a un portentoso príncipe de perfecto perfil griego, era pasar de sapos de colores vulgares y dar con un sapo azul para que, al besarlo, se convirtiese en un príncipe de cualquier otro color que fuese total y diametralmente opuesto a ese… Un príncipe más humano, sin prepotencias, sin excesos patrimoniales, con defectos, con sentimientos buenos y malos, con alma de pecador…
Pero por lo visto, no sirve cualquier tonalidad de azul.
A pesar de ello, estoy convencida de que los sapos azules de tonalidad precisa y exacta existen, sólo que es capricho de la casualidad y del destino que se crucen en nuestro camino y que además, seamos capaces de reparar en ellos… o ellos en nosotros, para decidirse a salir de su escondite entre los juncos.
Seguiré caminando con los ojos bien abiertos…
Pero sólo algunos, sólo los que egoístamente me interesan, sólo los que me ayudan a creer en que la magia, la justicia y la divina providencia existen, y si no… los adapto a mi manera.
Por eso sigo creyendo en esos cuentos en que los sapos eran verdes o marrones, y cuando alguien los besaba, se convertían en un apuesto, fantástico e increíble príncipe azul que además, vivía en un majestuoso y lujoso castillo, rodeado de centenares de siervos que le adoraban, sólo que… acojonada ante tanta maravilla y perfección, que ya me superaban incluso en mi tierna infancia (imagino que también influenciada por los adoctrinamientos acerca de la humildad con que me aleccionaban las monjas religiosas de la escuela donde estudiaba), creí que lo mejor que podía hacer para no correr el peligro de vivir una vida de ensueño carente de emociones junto a un portentoso príncipe de perfecto perfil griego, era pasar de sapos de colores vulgares y dar con un sapo azul para que, al besarlo, se convirtiese en un príncipe de cualquier otro color que fuese total y diametralmente opuesto a ese… Un príncipe más humano, sin prepotencias, sin excesos patrimoniales, con defectos, con sentimientos buenos y malos, con alma de pecador…
Pero por lo visto, no sirve cualquier tonalidad de azul.
A pesar de ello, estoy convencida de que los sapos azules de tonalidad precisa y exacta existen, sólo que es capricho de la casualidad y del destino que se crucen en nuestro camino y que además, seamos capaces de reparar en ellos… o ellos en nosotros, para decidirse a salir de su escondite entre los juncos.
Seguiré caminando con los ojos bien abiertos…
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