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Porque escoger es un derecho... o por lo menos debería serlo

diumenge, 8 d’abril del 2007

Una gran obra: Echinopsis Oxygona

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No me gustan los cactus porque tienen pinchos y yo soy muy torpe.
Lo llevo impreso en algún cromosoma.

Amo la naturaleza, pero eso no significa que no siga confundiendo un manzano con un peral o de vez en cuando, un calabacín con un pepino.
Mi padre puede dar buena fe de ello.
Con 14 años preparé, por error, una crema de pepinos con quesitos de La Vaca que ríe que… ella fue la única que se descojonó (y sigue haciéndolo cuando me la cruzo en el estante del supermercado).
Pero mi pobre padre se la comió, sin rechistar. Es más, la encontró deliciosa… “extraña” decía, “pero está bien”.

Dicen que a los hombres se les conquista por el estómago.
Mi madre lo debió tener tan fácil con él…

Yo también me la comí, pero sin derecho a opinar, claro.
La bronca que me echó mi madre cuando más tarde llegó y vio mi brebaje, aun soy capaz de oírla si cierro los ojos.
Cualquiera diría que había echado arsénico en lugar de sal.
Al fin y al cabo tanto pepinos como calabacines son vegetales comestibles y nacen en el campo, ¿qué podía tener de malo?
Por quitarle hierro al asunto yo apelaba argumentando que los franceses hierven la lechuga y se la comen como verdura. Pero no hubo forma de hacerla entrar en razón.
Los calabacines se comen cocinados. Los pepinos jamás.

Pero… la vida da muchas vueltas, y unos años más tarde mi extraño y errado guiso pasó a ser una exquisitez, sólo porque un prestigioso y empalagoso cocinero televisivo (que por lo visto también confundió algún día pepinos y calabacines), dio la receta por la ventana acristalada de la caja tonta.
Entonces la anécdota dejó de tener sentido, y reclamé daños y perjuicios, por la bronca y las burlas al respecto que tuve que soportar durante años…

Volviendo al tema cactus.

Hoy he despertado de su largo sueño a la Echinopsis Oxygona que habita en mi terraza. Era de mi vecina, pero se mudó y la dejó abandonada en un pilar intermedio.
Me dio pena y la adopté. Es una bola de pinchos sin ningún interés ni atractivo aparente, que sólo sirve para que nos quedemos atrapadas en ella las pelusas voladoras de las alfombras que sacuden los árabes con los que comparto barrio, y yo, pero… es un ser vivo, y le hice un lugar en mi hogar.
Fueron pasando los meses. La bola seguía allí y yo pasando a no menos de 1 metro, por si acaso, hasta que cierto día aprecié unas extrañas verrugas que apuntaban al cielo. Mi corazón dio un vuelco… ¿Esa cosa iba a florecer?

Día a día las verrugas se convirtieron en una especie de baya, hasta que al final parecían supositorios gigantes.
La impaciencia y la curiosidad por ver y descubrir con que iba a sorprenderme, se convirtieron en una especie de obsesión. No tenía la menor idea del tiempo que eso tardaría en eclosionar, pero deseaba estar en primera línea.
Por la noche me quedaba tendida en la tumbona leyendo hasta tarde, con un ojo puesto en el libro y el otro en los misiles que apuntaban en todas direcciones, pero el sueño siempre acababa por vencerme.

Por fin una mañana, al despertarme, salí como cada día a la terraza para ver si había novedades. Era como ir al corral a ver si la gallina había puesto huevos para el desayuno.
Lo que vi me dejó pasmada.

En cuestión de sólo 5 ó 6 horas, los supositorios se habían convertido en las flores más hermosas que jamás había tenido en casa. Blancas, enormes, con estambres amarillos que montaban guardia a la entrada de una profunda trompeta. Eran increíblemente preciosas.
Me fui a trabajar con la intención de sacarle unas fotos a la vuelta.

Pero no hubo fotos, porque a mi vuelta no había flores sino unos tubos marchitos y pegajosos de color impreciso.
Casi me echo a llorar. No podía creerlo. Tanto esperar para… ¿ver unas flores que no vivían ni un día completo?

No era justo, ni para ellas ni para mí.

Me costó encontrar información sobre la bola de pinchos pero la conseguí.
Pude saber su nombre, los cuidados que requiere, que sólo florece una vez al año si el invierno ha sido de su satisfacción, y que el ciclo de vida de sus florescencias es de escasas horas.
Como cualquier artista, la Echinopsis Oxygona necesita de tiempo y sufrimiento para crear su obra. Seis meses de inanición, de aislamiento, reposo y soledad, para que podamos disfrutar de la efímera y etérea belleza de su catarsis.

El verano pasado esperé con las mismas ansias la eclosión. Ya no existía el factor sorpresa, pero esta vez andaba preparada cámara digital en mano, con zoom y macro, para inmortalizar el momento. Y mereció la pena…

Hoy la he despertado con palabras cariñosas y le he dado de beber.
Si ha pasado un buen invierno, en 3 meses y medio aproximadamente, estrenará su próxima gran obra, y yo espero seguir entre los vivos, para estar en primera fila y aplaudirla.